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Seguir leyendo //En 1945, en la revista “Wireless World”, el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke imaginó que con sólo tres satélites radiotransmisores (llamémoslos A, B y C), toda la Tierra podría quedar conectada por radio, salvo por las latitudes polares.
La cosa era ponerlos en órbita sobre el ecuador a 35.500 kilómetros de altura, de modo tal que a) formaran un triángulo equilátero, con la Tierra en el centro, b) desde cada satélite se pudiera ver los otros dos en línea recta, elevados por encima del curvilíneo horizonte planetario, y c) que el conjunto de satélites girara exactamente a la misma velocidad angular que la Tierra, de modo que visto desde la superficie, cualquier de los tres sería un punto fijo en el cielo al cual apuntar con una antena. De ese modo, un radioaficionado en medio del desierto de Taklamakán podría comunicarse con otro en la puna de Atacama, en las antípodas del planeta: la señal subiría al satélite A, éste la retransmitiría al B y lista la conexión con una demora total de medio segundo, ya que el recorrido es largo y la velocidad de la onda de radio es igual a la de la luz: alta, pero no infinita. Los que quedaban fuera de juego eran los esquimales y los exploradores antárticos, porque desde latitudes cercanas a los 60 grados no tendrían una visual directa de ninguno de estos satélites ecuatoriales. Para ellos, quedarían ocultos bajo la línea del horizonte. Clarke imaginaba sus satélites como estaciones tripuladas, pero su idea se cumplió a los 18 de escrita con el Syncom 2 estadounidense, obviamente un retransmisor automático sin gente a bordo, que le permitió al presidente John Kennedy la primer comunicación telefónica satelital (en 1963) con el premier nigeriano, Abubakar Balewa. Siempre dije que como futurólogo, un Clarke vale por Verne. Hoy hay unos 300 satélites en órbita “geosincrónica” o “geostacionaria”, o “de Clarke”. Las demoras los vuelven un poco engorrosos para la telefonía y las comunicaciones interactivas de Internet. En eso funciona mejor la fibra óptica terrestre o submarina, pero para transmisión unilateral de radio y TV, los satélites son perfectos. Los gobiernos y empresas dueños de tales aparatos venden “ancho de banda”, un bien siempre escaso entre los terrícolas, y cobran fortunas. Tales satélites también cuestan fortunas. Suelen ser gigantescos, de tres toneladas y más, en parte por el blindaje necesario para que no se les frían los circuitos, ya que deben durar al menos quince años en el medio ambiente más radioactivo de las vecindades terrestres: el cinturón de Van Allen. El cinturón es más bien un salvavidas, un toroide descomunal e invisible que abraza la Tierra como un neumático, y atrapa electrones, protones y partículas alfa provenientes del sol o de origen cósmico, cargándose y descargándose de radiación de acuerdo a la cambiante meteorología del sistema solar. Cuando en 1969 Neil Armstrong y Buzz Aldrin llegaron a la Luna y volvieron, lo hicieron cruzando el Van Allen a toda velocidad. De haber ocurrido una “tormenta solar” durante el cruce, habrían perdido bastante expectativa de vida. La Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU) determina que los satélites en órbita de Clarke deben estar separados al menos dos grados de arco entre sí, para que sus emisiones no se interfieran entre sí. Eso da lugar para sólo 720 satélites geosincrónicos (la Tierra empieza a quedarnos chica), y de éstos la Argentina tiene derecho lugar a ocupar las posiciones 71 y 82 grados Oeste. Un país capaz de ocupar con tecnología propia sus posiciones geosincrónicas recibe y emite mucha información, y dos mensajes tácitos: a los constructores habituales es “no los necesitamos”. Al resto del planeta es: “¿Quién quiere un satélite?” Viva ARSAT Al espacio, por adjudicación directa Al mercado nuclear, por adjudicación directa Al mundo de defensa, por adjudicación directa
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